CAPITULO SÉPTIMO:

Caminaba solitario por la dulce vereda del camino establecido, firme y decidido dirigía sus pasos hacia el sendero de la ciudad encantada, conocía sus intenciones pero no así sus deseos que, escondidos tras sus ojos, afloraban durante la cordura de la noche los pétalos arrogantes de quien anhela otro camino.

Tras varios infructuosos atajos y tras recorrer el camino establecido durante largos kilómetros, encontró en su camino una imperturbable roca ladeada en los límites del camino y tras el largo caminar que cargaba sobre sus desgastados hombros, reposo sin vacilación sobre la rugosa superficie de la roca.

Aquellos atemporales momentos de alivio y comprensión desataron sobre su mente extraños pensamientos sobre el camino a recorrer y contempló ante sus necios ojos la visión de un nuevo atajo floreado y verdoso sobre los pastos limítrofes al camino señalado.

Permaneció inmóvil e impasible durante largos momentos de angustia y reflexión siendo consciente que no debía abandonar el camino para recorrer una nueva senda campo traviesa, sin embargo el deseo de su corazón e incluso de su propia mente le forzaron inexorablemente a tomar la nueva vereda frondosa y aventurera de un nuevo camino inexplorado, dejando a un lado el camino liviano y apacible que llevaba recorriendo durante tantos pasos.

La duda forzada dentro de sí aumentaba por instantes llegando incluso a nublar la mente del caminante que trata de comprender aquello que escapa a su comprensión y a la naturaleza propia de la senda que debe recorrer; aprendió el camino pero no le motiva, conoce las reglas pero no las acepta, y así postrado ante sus dudas se somete a cruel destino de unos turbios pensamientos que no aciertan a definir con exactitud el sendero real que debe tomar.

Y allí enfundado en pensamientos de ardua esperanza, suplica con ahínco la ayuda improvisada de un pasajero inesperado que acabe con la zozobra de una mente ya desprestigiada.